La Incorporación del Derecho Internacional General y Particular al Ordenamiento Chileno

La Incorporación del Derecho Internacional General y Particular al Ordenamiento Chileno

[aioseo_breadcrumbs]

La incorporación del derecho internacional general y particular al ordenamiento chileno

Tarea vana sería buscar en la legislación, tomada esta palabra en el amplio sentido del conjunto del derecho escrito del país, una regla que establezca la forma en que el derecho internacional general se incorpora al derecho interno y su relación jerárquica con él, porque tal regla no existe o, expresado con mayor exactitud, el Estado chileno no se la ha dado por y a sí mismo. Sin embargo, la doctrina internacionalista, el constitucionalismo actual, amén de una nutrida y antigua jurisprudencia, coinciden en que las normas fundamentales del ordenamiento jurídico supraestatal, con sus principios imperativos o inderogables (ius cogens), y las costumbres vigentes en la comunidad de naciones integran el ordenamiento interno aun a falta de ley que remita a ellas y, por ende, son inmediatamente aplicables por la judicatura.2 El temperamento de la jurisprudencia se ha mantenido con cierta constancia desde 1932 en toda clase de asuntos, no sólo los criminales,3 y, con poquísimas excepciones, ha reaparecido desde que en 1998 los fallos de la Corte Suprema comenzaron a calificar los crímenes cometidos por el aparato armado y la policía política de la tiranía como crímenes de guerra y contra la humanidad, respectivamente.4 Por lo demás, fue el individuo que lideró la última quien ratificó en 1981 la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, de 1969, motivo por el cual pasaron a regir dos disposiciones (artículos 53 y 64) que definen y recalcan la primacía de las normas imperativas del derecho internacional general, cuya aplicación inmediata se tornó desde ese instante ineludible para todos los órganos del Estado provistos de atribuciones jurisdiccionales, poderes decisorios o facultades de imperio. Así y todo, la ausencia de un precepto que indique la prioridad del ius cogens internacional en caso de antinomia con otro del ordenamiento vernáculo, cualquiera sea el peldaño que éste ocupe en su estructura, ha generado pareceres divergentes en la jurisprudencia, pues hay fallos que proclaman la ventaja de la norma nacional y otros, menos insulares en lo político y más modernos en lo jurídico, que postulan la superioridad del derecho internacional.5 La doctrina internacionalista se halla también dividida sobre el particular. Acaso por ello se ha propuesto últimamente introducir en la Constitución un inciso que declare lo evidente, esto es, que los principios y normas del derecho internacional general forman parte sin más del derecho nacional y, en su caso, predominan sobre las disposiciones de éste,6 mejor dicho, las encabezan u ocupan el lugar superior en su disposición jerárquica, incluidas las de índole constitucional, visto que los dos ordenamientos tienen una común fuente de validez, enclavada en el primero. Va de suyo que a la tesis monista no podía adherir la Constitución que impera desde 1980. Ésta, una Carta otorgada y de factura profundamente antiliberal y autoritaria, se gestó y aprobó en unas condiciones cuyo cariz antidemocrático nadie pone seriamente en duda. Como, sin embargo, desde el propio 11 de septiembre de 1973 la cuadrilla en el gobierno impulsó la tesis de la continuidad de su voluntad reguladora con el ordenamiento jurídico que ella misma atropelló, elucubración a que prestaron aquiescencia los tribunales superiores de justicia, era de suponer que la doctrina constitucional mayoritaria atribuyese idéntico desarrollo evolutivo del derecho al documento engendrado con pretensiones constituyentes. No sorprende, pues, que el sistema político y judicial, antes y después del retorno de la democracia, lo consideren en perfecto vigor, ni que los constitucionalistas midan armas con sus formas y sistema íntimo, no con el contenido y tanto menos con la grave sospecha de ilegitimidad que lo circunda por todos los costados. Y vista la inspiración ultranacionalista, militarizada, políticamente sectaria y socialmente excluyente que aún trasunta la dudosa Constitución, tampoco es de admirar que ella se abstuviera de abrir el derecho político codificado hacia el derecho internacional general, confiriendo a éste la primacía y reconociendo su carácter de fuente directa de derechos y obligaciones de los habitantes del país.7 En verdad, sus disposiciones internacionalistas se limitan al campo de los tratados, una para los que versan de derechos fundamentales y otra relativa al procedimiento de ratificación y a la vigencia de toda suerte de convenios con naciones extranjeras. Como veremos, este documento y sus reformas han conseguido con ellas algo nada sencillo de lograr: ser mezquino en la ruindad. La primera procede de una de las numerosas modificaciones que el documento ha experimentado durante la inconclusa transición. Se trata de la cláusula añadida en 1989 al artículo 5.o para supeditar el ejercicio de la soberanía a la observancia de los derechos fundamentales reconocidos por el Estado y el derecho supraestatal. El segundo párrafo de la disposición reza así: El ejercicio de la soberanía reconoce como limitación el respeto a los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana. Es deber de los órganos del Estado respetar y promover tales derechos, garantizados por esta Constitución, así como por los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes.

Más Detalles sobre La incorporación del derecho internacional general y particular al ordenamiento chileno

La limitación de los derechos fundamentales reconocidos en el ordenamiento internacional particular habla por sí sola de la desconfianza que nutre el documento hacia el derecho general sobre la materia,8 recelo que se explica sin dificultad no bien recordamos la salvaguarda temporal con que el Estado ratificó la Convención Interamericana y el Estatuto de la Corte Penal Internacional. El designio subyacente era clarísimo, a saber, que de los crímenes perpetrados por el gobierno entre 1973 y 1990 conozcan tan sólo los tribunales chilenos y aplicando un derecho, el nacional de la sazón, que se quería y en buena medida estaba clausurado al derecho internacional penal. Como sea, la doctrina constitucional se enfrascó en una larga discusión sobre la jerarquía jurídica de los tratados de derechos humanos respecto de las normas del derecho interno, supuesto que entre aquéllos y éstas pudiesen surgir contradicciones, una eventualidad nada improbable si se considera el retraso en el tema de todo el ordenamiento chileno, de la Constitución hacia abajo, como pronto relevarían las sentencias de la Corte Interamericana. El pensamiento conservador sostuvo que estos tratados se hallan equiparados a las leyes como cualquier otro acuerdo internacional; en los antípodas, el celo en la defensa de los derechos humanos, hollados generalizadamente por la tiranía, llevó a algunos a proponer la superioridad de los tratados frente a la Constitución; en fin, posturas intermedias les otorgan, ya la misma jerarquía de la última, con la que formarían una unidad dogmática, ya un nivel inferior a ella, pero más alto que el de las leyes.9 Según se puede apreciar, en todas las interpretaciones palpita el entendimiento de que derecho interno y derecho internacional son complejos normativos diferentes, que responden a fundamentos de validez también diversos, dualismo que trasparece incluso en la opinión de que no existe un problema de jerarquía entre los tratados y las normas nacionales, porque la validez de los primeros depende del derecho internacional, no de éstas, sino otro de aplicabilidad o vigencia local de las reglas supraestatales, en el sentido de que una vez ratificadas por el Estado prevalecen sobre la legislación chilena, como manda la Convención de Viena (artículo 27).10 El debate adquirió relevancia durante el proceso de ratificación del Estatuto de la Corte Penal Internacional. Aprobado el proyecto gubernamental por la Cámara de Diputados en enero de 2002, un grupo de parlamentarios, en su mayor parte admiradores del régimen de Augusto Pinochet Ugarte, formuló un requerimiento ante el Tribunal Constitucional, también de predominante composición ultraconservadora, con el objeto de lograr la declaración de completa inconstitucionalidad del Estatuto y, de pasada, imponer una proporción especialmente alta de votos —la requerida por una reforma de la Constitución— para ratificarlo. Y sacó el ascua con la mano del gato. El tribunal, en sentencia de 8 de abril de aquel año, declaró, entre otras cosas, que los tratados internacionales, sin exceptuar los de derechos fundamentales, quedan por debajo de la Constitución, cuyas normas prevalecen sobre cualesquiera otras.11 El fallo es censurable en casi todos los respectos, principalmente por su anquilosada concepción de la soberanía;12 pero, en el fondo, representó un episodio desde todo punto esperable en la comedia escenificada en torno de la Constitución, y es, al revés, poco coherente que le atribuyamos valor jurídico y, empero, nos neguemos a aceptar uno de los pliegues medulares de la farsa: el concepto en que ella tiene al derecho de gentes. En esto hay que conceder razón al voto mayoritario de los jueces. Por lo demás, el fingimiento constitucional ha continuado con la reforma de 26 de agosto de 2005. La ley 20 050 reemplazó el artículo 54, número 1, que trata del procedimiento de ratificación de los tratados en el Congreso Nacional. En lo que aquí interesa, establece que la aprobación de los tratados internacionales que presente el Presidente de la República a las Cámaras, “se someterá, en lo pertinente, a los trámites de una ley”, y que “las disposiciones de un tratado sólo podrán ser derogadas, modificadas o suspendidas en la forma prevista en los propios tratados o de acuerdo a las normas generales de Derecho internacional”. Los publicistas han interpretado las nuevas reglas en el sentido de que reafirmarían la subordinación de los tratados a la Constitución, aunque también su superioridad frente a las leyes, precisamente porque no participan de la naturaleza de éstas, con las que solo comparten algunas formas, debiendo prevalecer sobre ellas cuando se refieren a derechos de las personas.13 Si bien la innovación parece mostrar más simpatía hacia el derecho internacional, no abordó algunos cruciales asuntos requeridos para la integración con él del derecho interno, pese a que ya existía la enseñanza de la trabajosa tramitación del Estatuto de la Corte Penal Internacional y a que debieron servir de advertencia las reparaciones ordenadas en el ínterin por la Corte Interamericana. Nos referimos a la delegación de competencias del Estado a organizaciones supranacionales, el reconocimiento de la jurisdicción de tribunales internacionales sobre hechos ocurridos y personas domiciliadas en Chile, la incorporación formal de las resoluciones obligatorias de organizaciones públicas internacionales de que el Estado es parte y, en fin, el cumplimiento y la ejecución de las sentencias de tribunales cosmopolitas. 14 Estas insuficiencias marchan al compás de la morosidad del país en seguir ciertas recomendaciones y realizar determinadas reparaciones formuladas por los órganos del sistema interamericano de derechos fundamentales, como se dirá en su momento. Esto no es todo. Tampoco se resolvió expresamente el delicado intríngulis de cuándo entra en vigencia en Chile un tratado internacional, si desde su ratificación conforme a la Convención de Viena o con la publicación en el Diario Oficial del decreto que lo promulga. Durante el siglo XX se adoptó la costumbre política, influida por el ejemplo francés, de que, tras su aprobación por el Congreso, los tratados debían ser promulgados mediante un decreto supremo del presidente de la República, trámite que se consideró necesario para la validez interna del documento. La cuestión fue regulada por el decreto supremo 132, de 21 de junio de 1926, y por el tristemente célebre decreto-ley 247, de 31 de diciembre de 1973. Ambos dispusieron que, una vez efectuado el canje o depósito de los instrumentos de ratificación, el tratado debía ser promulgado mediante un decreto supremo, el que ordenaría que el tratado se cumpla y lleve a efecto como ley de la República, y que tanto el decreto como el tratado serían publicados en el periódico oficial. La jurisprudencia, que asimiló siempre los tratados a las leyes, tampoco vaciló en entender que entran en vigor como ellas, o sea, desde la publicación.

Más

El punto cobró mayúscula importancia tras la rebelión de 1973. El gobierno promulgó en 1976 el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto de Derechos Económicos y Sociales, ambos de las Naciones Unidas (1966), pero los hizo publicar recién en abril y mayo de 1989, cuando lo peor de sus fechorías había concluido. El designio de mantener vigentes normas dictadas por el propio gobierno, paladinamente vejatorias de esos convenios, fue secundado por los tribunales de justicia, que “se excusaron de acoger acciones, recursos y reclamaciones sólidamente fundados en la vulneración manifiesta de reglas que, siendo obligatorias para Chile en el campo internacional, se violaban impunemente en la esfera interior”.15 Hoy, la dolorosa lección de la historia mueve a internacionalistas y constitucionalistas a pensar que los requisitos de promulgación y publicación, exigibles en las leyes, no rigen para los tratados, pues tampoco son leyes y porque las condiciones de su vigencia las fija el derecho internacional. La misma reforma constitucional de 2005 contiene elementos que avalan dicho criterio. Como sea, vigente el tratado debe recibir aplicación sin necesidad de leyes u otras disposiciones que la faciliten, salvo que él mismo haya subordinado su cumplimiento a la emisión de normas estatales. Sobre esta cuestión parece estar conteste la doctrina, especialmente en los tratados de derechos fundamentales y, en particular, el Pacto de San José de Costa Rica, al que se considera “autoejecutable” y obligatorio para todas las autoridades públicas, en primer término los tribunales de justicia, que de no reverenciarlo harían incurrir al Estado en responsabilidad internacional.17 La aplicación directa no se desprende de la Constitución, del mismo modo que ésta tampoco prevé explícitamente la vigencia de los tratados por encima de todo el derecho del país, comprendido el constitucional; simplemente, deriva de la Convención de Viena y del plexo del derecho internacional obligatorio para Chile.(1)

Recursos

Notas y Referencias

  1. José Luis Guzmán Dalbora; información sobre la incorporación del derecho internacional general y particular al ordenamiento chileno recogida de la obra «Sistema Interamericano de Protección de los Derechos Humanos y Derecho Penal Internacional» (Reproducción autorizada por la Fundación Konrad Adenauer,
    Programa Estado de Derecho para Latinoamérica).

Véase También

Deja un comentario